La sala de
espera del Juzgado, situado en el Sur de la ciudad, es un rectángulo casi
perfecto; los abogados vuelan con sus negras togas de un lado a otro; al fondo suenan
voces con acento argentino y contrasta la imagen de un chico con la camiseta
roja y azul del equipo de fútbol C.A. San Lorenzo de Almagro.
Por la
descolorida ventana penetra un calor sofocante; en
ella se reflejan rostros de viejos desarrapados, solitarios, mugrientos,
empequeñecidos por el tiempo, esperan ser llamados a Sala para testificar.
Un niño
llora acurrucado en los brazos de su madre mientras ella rebusca en su neceser un
sucio chupete para consolarlo.
Cuando
llegas aquí pareces que has llegado al fin del mundo y que, por fin todo ha
terminado.
El encausado
está dentro, delante del Tribunal se siente rodeado por un halo, un vaho
endemoniado, envuelto entre Fiscales y Magistrados; deseando sólo que ese
preciso instante sea sólo temporal, efímero, liviano y
salir pronto libre de todo pecado.Lo que desconoce, traicionado por la confianza –hasta el propio Sumo Pontífice lo apoya- es que más pronto que tarde será condenado al martirio y arderá como una simple hoja de papel sobre una parrilla de hierro.
Cosas que pasan...